domingo, 22 de mayo de 2011

Camino a la Ensidesa


Iban semidormidos. Casi todos hombres. Algunas mujeres se divisaban en ese conglomerado de varones de cuerpos musculosos que se rozaban. Pero ese lunes algo diferente había ocurrido, algo que sacudía la inducida somnolencia de las 6, provocada por el monótono movimiento del autobús, camino a la fábrica.

Era esa jovencita de 18 años, indolente en sus altos tacos, el pelo oscuro enmarcándole el rostro fino de piel blanca. Su cuerpo, envuelto en un trajecito de lana marrón clarito, con un bordado en la pechera escotada, suscitaba inquietudes. Nada exhuberante había en su figura, pero las tórridas miradas se encargaban de investirla de encantos. 

En varios despertó el deseo de acercamiento, pero sólo uno pudo, por proximidad, cederle el asiento, que ella aceptó y agradeció. Distraídamente se acomodó para el largo viaje, giró sus ojos hacia la ventanilla y perdió su mirada en el horizonte, sin advertir que cada movimiento suyo concitaba un interés deseante en los intrigados pasajeros. 

Durante ese primer viaje y los siguientes, se la veía absorta, como si algo misterioso la atrapara, al punto que solía no percibir cuando el autobús se detenía al llegar a la fábrica. Sólo reaccionaba cuando alguien anunciaba que había que descender.

En los días subsiguientes, pueblo chico infierno grande, la mayoría de los habitantes ya habían averiguado que la forastera era ¨americana¨, que vivía en Villalegre con su familia y que debía trabajar para ayudar a su padre. 

Nadie se animaba a hablarle. Preferían suponer o imaginar su vida y sus porqués. Ella era ignorante de la inquietud que provocaba y cada mañana llegaba a la parada con su trajecito marrón, sus tacos y subía callada al autobús. Se acomodaba en el asiento que, los varones, tácitamente, habían acordado reservarle y laxamente fijaba su mirada a lo lejos, atravesando el horizonte, perdida, casi sin cambiar de posición.

Un día, alguien se animó a preguntarle si la podía acompañar hasta la entrada de las oficinas. Ella accedió. Casi en silencio, día a día, él caminaba a su lado. De a poco, un cierto diálogo permitió al ansioso joven preguntar. Supo entonces que era Argentina y que había llegado a ese lugar por cuestiones familiares. Le escuchó decir que, detrás de ese mar, que había tardado quince días en atravesar, habían quedado sus amigos llorando, su casa que ya no era de ella, su tero y su conejo y las dalias que su mamá tanto quería. Sólo había conservado un anillo de oro, que su compañero de egreso le había regalado. Pero, los dibujos a lápiz y sus libros de piano, los había perdido. 

- ¿Qué miras a lo lejos? -le preguntó el joven.

- No puedo quitar de mi retina la imagen de la despedida cuando nos íbamos del lugar de mi infancia y mi adolescencia. No se borra de mi recuerdo el llanto de mis amigos en la estación de trenes, el de mi amiga, de cuerpo pequeñito, a quien su novio elevaba hacia la ventana del tren en movimiento, para que no terminara nunca nuestro abrazo. Y no puedo dejar de ver que, esa imagen, fue quedando atrás hasta ser nada más que un punto.





Fuente: Bajo tus alas



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