miércoles, 12 de febrero de 2014

De regreso

Hoy volví a mi pueblo buscando no se qué. Ahora en mi cuarto espero que algún ruido se escuche alrededor. No hay nadie en las calles; humanos y animales se esconden. Nadie osa asomar a semejante sol. El sudor que me empapa, brota y se desliza por mi piel; recorre cada uno de los surcos de mi cuerpo. Imágenes de la novela de Camus, El extranjero, vienen a mi mente. La leí en mi adolescencia. Estaba tan bien escrita que el autor podía hacerme sentir el tedio, la falta de sentido y el calor que embargaba al protagonista. Ese, ahora soy yo. Siento igual.

Entré por el norte, por la calle central. Caían los rayos del sol de lleno sobre el coche. Me ahogaba. Mi boca se abría para aspirar el aire escaso. Si no llegaba pronto moriría -pensé. Al pasar por el centro del pueblo, al costado de la plaza, algo me pareció familiar. Es reminiscencia, dije, sin prestar mucha atención. El viejo cine todavía estaba allí. De pronto se agolparon los recuerdos y sobrevino la nostalgia. Envuelta en ese ánimo terminé de cruzar la calle principal, hasta el fondo. Doblé a la derecha y allí la divisé, solitaria, a la casa. Se veían desde lejos, la higuera y el ciruelo. Imaginé las brevas reventadas. Al llegar busqué abrir la pesada tranquera que me mostraba el sendero. Vi el caminito, la quinta abandonada, la vivienda. La imaginé por dentro, con sus cuatro paredes, entristecidas pero celosas al guardar entre sus muros las vivencias de familia. Vacía. Nadie de los que habían vivido en ella, la habitaba ya. No estaban. Todos habían muerto salvo yo. Ninguna angustia me embargó. Era para mí, sólo un pensamiento.

Recordé cuando un día mi padre me dijo: nadie pasa por la vida sin dejar huella. de todo ser queda un resto. Esos restos estaban allí. Lo que él había hecho con sus manos, su morada, solitaria, cerrada. Lo que sembró. Lo que ideó. Sus pensamientos y los de mi madre, estaban aún, en el lugar elegido para la higuera y el ciruelo, en los ahora surcos tapados de malezas. En las paredes tardíamente revocadas. En las puertas y ventanas mirando al este, por donde el sol del amanecer nos visitaba. En el fondo, los cacharros viejos y oxidados no habían desaparecido, eran eternos. El angosto pasillo entre la medianera del vecino y la pared de la casa por dónde pasábamos para escondernos de los retos. Me producía miedo recorrerlo pero igual lo hacía; le temía a las arañas, único bicho peligroso para mí. Hacia la esquina, la casa de Don Vasco. Más recuerdos sobrevinieron. También ellos murieron, excepto Felicitas, esa amiga casi hermana que escuchaba mis delirios. La chica de la pollera azul con mucho vuelo, para disimular su extremada flacura. La sensación de seguridad que me daba. Siempre estaba. Pero un día la abandoné. Fui yo la que se fue. Y aunque luego volví, ya nunca fue lo mismo. Cortar las cadenas es para siempre. Tanto lo aprendí que a futuro tendí a no romper vínculos hasta que la vida, en su devenir natural, lo hiciera. No se si fue lo mejor, pero así fue. Hoy ya no. No hay nada que me ate. Puedo ir y volver sin esperar a nadie ni a nada. Nada se rompe si no hay nada. Solo estoy yo con mis pensamientos. Tampoco hay sufrimiento. Solo un extraño saber de que al irme solo quedará algún rastro en mi pueblo.


3 comentarios:

  1. Muy interesante eso de dejar que sea la vida la que rompa los lazos a su aire. Y el resto también.

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  2. El anónimo anterior era María-Cruz, de www.psicoanalisiscotidiano.wordpress.com y te agradezco mucho que me hayas puesto en este blog tan interesante.

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  3. Gracias por pasar por aquí Mari Cruz. estuve leyendo tu blog también.

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